
Universidades a punto de colgar el cartel de “cerrado hasta nuevo aviso”
Universidades a punto de colgar el cartel de “cerrado hasta nuevo aviso”
- Las universidades autónomas, condenadas por el gobierno a la asfixia presupuestaria, se mantienen incapaces de adoptar la educación a distancia luego de casi nueve meses de pandemia.
- Las casas de estudio no cuentan con músculo tecnológico ni con un profesorado mínimamente motivado para iniciar con éxito los cursos virtuales. Nada garantiza, incluso, que puedan normalizarse si se reactivan las clases presenciales.
- Mientras la educación básica y media mal que bien continúan funcionando, la superior está postrada en una parálisis desesperante para miles y miles de estudiantes
22 de noviembre de 2020
A ocho meses de la pandemia, la educación a distancia no ha llegado a las universidades públicas y autónomas. En realidad, la falta de equipos y en general de plataforma tecnológica, las fallas en la conectividad y la grave crisis salarial de los docentes han cerrado las puertas a la educación desde antes de la llegada del COVID-19.
Para Tulio Ramírez, profesor titular de la Universidad Central de Venezuela y director del Doctorado en Educación de la Universidad Católica Andrés Bello, la pandemia terminó de dejar bajo llave a la universidad autónoma. Puertas adentro quedó la agonía que durante más de cinco años se ha expresado en renuncias diarias de profesores, pupitres vacíos por matrículas reducidas a la mitad o laboratorios clausurados por falta de insumos y reactivos.
Ramírez define la situación como de precariedad absoluta desde 2007, momento en el que se comenzó a advertir la merma en la asignación de recursos por parte del gobierno para el mantenimiento y mejoramiento de la infraestructura de las universidades. “Cuando llega la pandemia y se plantea el trabajo a distancia como una salida, las universidades consiguen que no tienen ningún músculo tecnológico para poder garantizar educación a una población de miles y miles de estudiantes”.
Migajas de presupuesto
En octubre de este año, la Asociación Venezolana de Rectores Universitarios (Averu) envió una comunicación al Ministerio de Educación Universitaria donde señala que tras el colapso económico, la emergencia humanitaria y la pandemia, “se hace imposible alcanzar el sostenimiento, desarrollo y progreso que permita cumplir con la función rectora en la educación”.
Por ejemplo, del presupuesto solicitado para 2021, a la Universidad Central de Venezuela (UCV) le asignaron el 2,27% de lo requerido; mientras que a la Universidad Simón Bolívar (USB) le dieron el 0,4%. La academia, según la Averu, requiere una muy importante inversión tecnológica para afrontar la educación a distancia. De no producirse, en el contexto de las otras carencias, la educación superior va hacia una paralización absoluta.
En efecto, la pandemia es una estocada tras una agonía presupuestaria de 13 años, desde que en 2007 el gobierno nacional inauguró en firme una política de asfixia a estas instituciones heredadas de “la cuarta república”. En un contexto de permanente inflación, se impuso la figura del “presupuesto reconducido”, básicamente manteniendo las cantidades de bolívares cada vez más devaluados. Así, los salarios de los profesores fueron cayendo a niveles ridículos hasta hacerlos ganar menos de lo que cualquiera puede obtener en un trabajo de bajísima calificación o en la economía informal.
Según la tabla salarial “actualizada” a inicios de noviembre, el sueldo base de un profesor universitario, a dedicación exclusiva y tras haber ascendido en el escalafón a la máxima jerarquía académica, es de Bs. 4.062.812. Esta cantidad mensual, según el Centro de Documentación y Análisis Social de la Federación Venezolana de Maestros (Cendas-FVM), es menos de lo que necesita en Venezuela una familia de 5 miembros para alimentarse… un día.
La tensión política del gobierno con las universidades, que en su tradición de autonomía se han resistido al dominio ideológico, empeora la situación. En 2019 se llegó al punto de retener los recursos hasta tanto los rectores y demás autoridades universitarias reconocieran a Nicolás Maduro como presidente constitucional de Venezuela. Entre tanto, el gobierno destina recursos a más de 30 universidades “propias”, con autoridades nombradas a dedo, sin organizaciones estudiantiles o sindicatos que protesten, y con nula vocación por la investigación.
Tecnología obsoleta
La USB, en su anteproyecto de presupuesto, consideró la necesidad de invertir en conectividad, infraestructura tecnológica y bonos de conectividad para sus docentes. Necesidades que obviamente, dado el ínfimo presupuesto asignado, no pueden atenderse. Para el secretario de la USB, Christian Puig, hay que hacer énfasis en la capacitación y en el acceso a Internet.
Detalla Puig que equipos tales como servidores, la infraestructura de telecomunicaciones, baterías y motogeneradores, tienen más de una década sin renovarse. No es posible hacerlo cuando la mayor parte de la asignación presupuestaria se destina al pago de sueldos y salarios.
Ya en 2015, la propia Memoria y Cuenta del Ministerio de Educación Universitaria, último documento oficial de rendición de cuentas disponible, daba indicios de las grietas en el funcionamiento tecnológico de las universidades. Se lee allí que las plataformas tecnológicas para el trabajo académico estaban obsoletas, y se advertía el desmejoramiento en el mantenimiento y reparación de equipos y sus efectos en el desarrollo de la plataforma de la educación a distancia.
No solo se paralizan las clases. La precariedad presupuestaria también incide, por supuesto, en la investigación. En 1998, según datos del mismo Ramírez, Venezuela aportaba el 5,4% de la producción de artículos científicos de América Latina y El Caribe. Este porcentaje se redujo a 2,1 en 2010 y en 2019 cayó a 0,8%. Con los efectos de la pandemia, la cifra probablemente se aproxima cada vez más a cero.
Estudios confinados
La educación de Mariángel Tovar está en cuarentena radical. Desde el decreto del 13 de marzo no se han reanudado las clases en su centro de estudio: la Escuela de Economía de la UCV. Luego de ocho meses sin actividades académicas, a finales de octubre se abrieron inscripciones para iniciar un semestre a distancia. Mariángel tiene 22 años de edad y “cursa” el octavo semestre.
“No hubo oferta académica para los semestres más altos como el mío. Sólo una materia electiva de 25 cupos para toda la comunidad estudiantil, y yo no quedé entre estos”, cuenta. Los estudiantes intentaron por su cuenta alguna mejora de la oferta, por ejemplo escribiendo a un profesor pidiendo que dictara su materia a distancia. El docente respondió no tener conectividad para hacerlo.
Cuando termine el semestre el próximo año, Mariángel ya tendrá casi un año sin estudiar: “Me siento desmotivada, estaré otros seis meses sin clases. Tengo amigas en universidades privadas que no solo continuaron sus clases; están en pleno acto de grado. Mientras que a nosotros nos ofrecen una sola materia y electiva”.
Para Mariángel inscribirse en una universidad privada no es una salida. Antes de la pandemia, tenía tres empleos dando clases inglés. Con la cuarentena quedó desempleada. “Lo poco que tenía ahorrado lo he utilizado para comprar comida”, cuenta.
Las universidades públicas autónomas, recién en septiembre, comenzaron a unificar esfuerzos para activar algunos cursos a distancia. Pero el panorama se tornó complejo por múltiples factores que incluyen, además de la tecnología, la falta de motivación docente.
Pagar por dar clases
“Es una suerte de cierre técnico lo que viven las universidades. Hay una imposibilidad estructural para comenzar las clases: el sueldo que no motiva, no todos pueden dar y recibir clases, la universidad no tiene la infraestructura y el campus virtual no está fortalecido para hacerlo. Lo único es que terminada la pandemia vuelvan a clases, pero ¿los profesores volverán?”, se pregunta Ramírez.
El salario mensual del profesor David Espinoza no llega a 10 dólares. Tiene maestría en Ciencias Geológicas y es jefe del Departamento de Química Aplicada de la Facultad Ingeniería de la UCV. “Me negué a dar clases rotundamente en el semestre que iniciará a distancia este mes, con mi sueldo yo tengo que pagar para dar clases”, dice. En su departamento, de nueve docentes solo dos dictarán cursos.
“Un profesor me informó que va a pedir un permiso no remunerado. No hay comida en su casa, su papá sufre un nivel de desnutrición y tiene que buscar hacer otra cosa. Lo más probable es que renuncie”, agrega Espinoza. Teme que cuando llamen a clases presenciales el abandono docente sea abismal.
A los profesores universitarios les ha tocado sobrevivir. Desde hace dos años Espinoza comenzó a trabajar haciendo traslados al aeropuerto y también transporte escolar, y otros días prepara productos de limpieza para venderlos a sus vecinos y a tiendas. “Hay que buscar la manera de hacer dinero porque la universidad no es el sitio; ahora no es un trabajo digno”, lamenta Espinoza.
Ante el salario de un profesor universitario de alta jerarquía académica que, como dijimos no llega a 10 dólares, hay que colocar algunos datos clave. En nuestro contexto, la conectividad a Internet ha pasado a depender en muchos casos de los “datos” del celular o de un servicio privado de Internet. Cualquiera de ellos puede representar un gasto de entre 20 y 40 dólares mensuales si se pretende trabajar a distancia. Así, lo de “pagar por dar clases”, que podría sonar a exageración, se vuelve algo muy real.
Y si pensamos en un escenario de vuelta a la presencialidad, enfrentaremos el hecho de que durante la pandemia los costos de transporte se han disparado: un docente de los que aún tiene vehículo, por ejemplo, dudará mucho en gastar una gasolina que pagó probablemente a razón de 0,5 dólares el litro para desplazarse a la universidad.
La brecha aumenta
El profesor Tulio Ramírez advierte como toda la coyuntura conduce a una mayor exclusión y a una educación de élites: “Es la educación de quienes tengan equipos y señal de datos. Ya no importa el factor de raza, sexo, religión, sino la conectividad”.
Una brecha que se ensancha a medida que la crisis de los servicios públicos del país se recrudece. La educación a distancia sin luz y conectividad deja a muchos atrás. En junio-julio la USB dictó un periodo de seis semanas de clases no presenciales donde solo participaron 2000 estudiantes, es decir 50% de la población estudiantil que hoy no llega a los 5.000 alumnos (La USB llegó a tener más de 15.000 inscritos, cifra que cayó abruptamente en los años previos a la pandemia). Christian Puig señala que buena parte de aquellos que no se inscribieron fue por falta de conectividad.
“La brecha en cuanto formación universitaria continuará aumentando. Los estudiantes no avanzan en sus planes de estudios como debería ser e inclusive pueden estar cambiándolos”, explica Puig.
Para ponderar hasta qué punto llegan las fallas de conectividad basta recordar que según el reporte de la Encuesta de Condiciones de Vida 2019-2020 (Encovi), 32% de los hogares diariamente padecen de cortes eléctricos, y otro 32% alguna vez a la semana. En cuanto al servicio de internet 51% de las personas reportan fallas, de acuerdo al sondeo de 2019 del Observatorio Venezolano de Servicios Públicos.
Pero previo a la pandemia, el acceso a la educación universitaria ya había sufrido una drástica reducción, según revelan datos registrados por la misma Encovi. En cinco años la cobertura educativa en el sistema universitario cayó a la mitad. De 3,1 millones de jóvenes entre 18 a 24 años de edad, sólo 775.000 asistían a la universidad.
Por otro lado, en estos ochos meses de pandemia las universidades privadas sí han mantenido sus actividades académicas. Pero ellas no son una opción para la mayoría. Un trimestre en la Universidad Metropolitana puede costar 780 dólares, en la Universidad Monteávila la mensualidad son 150 dólares y en la Universidad Católica Andrés Bello, al mes, un estudiante paga entre 120 dólares y 140 dólares.
El profesor Ramírez prevé una cadena de rezago en la formación universitaria que en muchos casos acabará en el abandono de la educación: unos se irán al mercado laboral y otros emigrarán. Un rezago que, como advierte la Encovi, viene desde primaria, donde casi 2 de cada 5 estudiantes tiene algún nivel de atraso.